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Ay nuestro Oso… así era él, de dicharachero y sentimental.

El Oso se había ganado con el paso de los años ese su nombre de batalla por el que la gente lo conoció, verdaderamente con sangre, sudor y lágrimas... la vida no le había tratado del todo bien a pesar de siempre haber luchado contra la marea a brazo partido, aferrándose a un trabajo que el mundo juzgaba como indigno, pero al que él aceptaba con humildad y carácter. En su momento, su padre le pidió que cambiara de actividad por respeto a sí mismo, y es que lo que suponía ser el pelaje del animal era en verdad un peluche corriente decolorado de la Avenida Revolución quemado de pies a cabeza por cigarros. Por ese disfraz le humillaron, su familia lo desconoció, el amor de su vida se alejó por vergüenza, un día los policías lo patearon por ridículo y los niños en la plaza le prendieron fuego. Aún así, folklórico Oso bailaba a ritmo de sonora y cumbia colombiana metido en un traje caluroso con el que no paraba de sudar toda la noche, haciendo de la repulsiva concentración de los vapores

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