Ay nuestro Oso… así era él, de dicharachero y sentimental.

El Oso se había ganado con el paso de los años ese su nombre de batalla por el que la gente lo conoció, verdaderamente con sangre, sudor y lágrimas... la vida no le había tratado del todo bien a pesar de siempre haber luchado contra la marea a brazo partido, aferrándose a un trabajo que el mundo juzgaba como indigno, pero al que él aceptaba con humildad y carácter. En su momento, su padre le pidió que cambiara de actividad por respeto a sí mismo, y es que lo que suponía ser el pelaje del animal era en verdad un peluche corriente decolorado de la Avenida Revolución quemado de pies a cabeza por cigarros. Por ese disfraz le humillaron, su familia lo desconoció, el amor de su vida se alejó por vergüenza, un día los policías lo patearon por ridículo y los niños en la plaza le prendieron fuego. Aún así, folklórico Oso bailaba a ritmo de sonora y cumbia colombiana metido en un traje caluroso con el que no paraba de sudar toda la noche, haciendo de la repulsiva concentración de los vapores en su interior, su olor habitual. Aún así, cada vez que intentaba dar una calada a un cigarro tenía que levantarse la desmesurada cara de oso estúpido y con el cuello chueco, estirar la trompa para jalar el humo. Fue así, bajo esta vida de entrega sumisa a su labor, que los golpes bajos y las desazones eventualmente lo hicieron madurar en algún sentido. Fue así que se convirtió en un hombre y aceptó con determinación su destino: bailar disfrazado con baberito, y levantar con orgullo su rostro frente a lo adverso.

 Aquella noche en el salón de baile no fue distinta de cualquier otra. La banda tocaba animada y los metales resonaban con sabor en el ambiente un tanto sofocado por el humo y las transpiraciones. Ahí estaba la fichera que se llevaba a su hijo al congal para dejarlo jugando carritos en el suelo mientras ella se restregaba en sus narices con cualquier pachuco venido a menos, tratando de atraparlos como la flor a la abeja con sus chapetes muy grandes y muy rojos, casi desde la boca y hasta la oreja, muy chillante ese color, muy brillosa esa piel como embaselinada. Esa noche, Oso se sentó junto al niño y le tapó los ojos... total, no había ninguna necesidad de que el infante, aunque ya estuviera curado de espantos, viera el retrógrada espectáculo. Para olvidar la grotesca imagen quiso beber, y esque puede hacerlo tanto cuanto quiera; de hecho, esa es una parte de su trabajo, por lo que los patrocinadores le mandan una caja con ocho botellas para su consumo semanal y esté bien conocido de lo que anda promocionando, para que no se le ande olvidando con tanto conflicto que vive su corazón. Y esque Oso es muy inestable emocionalmente, entonces ya alcoholizado, va desde la algarabía descompazada hasta la depresión suicida pero no deja de invitar a los comensales a aprovechar la promoción. El compás es de tres cuartos. 


En la pista brillan con el movimiento cadenas, esclavas y marcos de oro en los dientes y los maquillajes se corren por el sudor. Y es que si hay algo que saben hacer en este lugar, es precisamente bailar. Lo hacen como dioses... nacieron para ello. De cacle blanco y estilo inigualable, cada uno de estos viejos guerreros de tiempos míticos y ancestrales conserva ese toque de estilo bohemio con reminisencias de pachuco, para dar sustento a lo que han hecho una forma de vida: la cadenita del reloj que llega casi hasta la rodilla con una caída natural, los tres puntos de tinta china entre el dedo gordo y el índice de la mano izquierda, la camiseta de resaque blanca, los cigarros delicados en cigarreras de plata. Alguno de ellos tiene un tatuaje que se ha arrugado y perdido todo el color. Nadie más caballero que esos hombres de actitud presta y elegancia incuestionable tomando bacardí y nunca oso negro, porque a pesar de que Oso les admira por sus talentos, ellos en realidad nunca han terminado por aceptarlo. A los viejos no les gusta tener a un payaso alcohólico y maniacodepresivo todas las putas noches en su lugar de esparcimiento: violento, imprudente, enamoradizo, mal bailarin... pésimo cantante. Y además, muy sensible a los efectos del alcohol y a la forma en que la gente le habla. Sentido. Rencoroso. Intrigoso, como su madre. 


 Además, hay otro factor de conflicto en el hecho de que Oso esté en el salón de baile como espacio laboral. Él está patológicamente enamorado de Reyna, una fichera de carnes flojas nacida en El Salvador que durante el día vende productos de distribución en red y por la noche despierta pasiones. Pero ella no quiere a Oso... en realidad no quiere a nadie. Y en realidad, nadie quiere a Reyna, por eso lastima a Oso quien sufre y quien inclusive ha provocado fuertes problemas con la gente que al lugar acude, como aquella vez que le sacaron una pistola: y ahí estaba Oso con su descomunal disfraz de peluche barato con un baberito que lo hacía verse todavía más pendejo, pidiendo de rodillas por su vida frente a este narquillo serrano que le tenía la pistola en la máscara, mientras se escuchaban sus súplicas desesperadas desde el interior con una especie de reverberación todavía más estúpida.


 La vida, a pesar de todo, era soportable hasta aquella noche que cambió el rumbo de la historia con la llegada de un padrotillo nuevo al recinto. Literalmente padrotillo. Enano. De esos cabezones y sambos. Venía del gabacho, tenía tremenda troca que manejaba sentado en cojines y unas botas con adaptaciones especiales para alcanzar los pedales. Usaba camisetas tipo cowboy pero con esta tela brillantísima que destella cada vez que el cuerpo se mueve, con guitarras y gallos bordados con hilos de colores en ambos lados del pecho. Un arco de plata en el diente. Una terrible adicción a la heroína que se había traido del primer mundo y que le ayudaba con sus complejos, que le daba toda la falsa seguridad y la prepotencia como el escudo que en verdad necesitaba. Hablaba mucho, así que no tardó en hacerse amigo de Oso. Ya saben, entre "outsiders" se identifican.

 El enano se hacía llamar Allen, pero la A la pronunciaba siempre al presentarse como una burda mezcla de una a y una e, y la ll la pronunciaba poquito, como arrastrándola, y en la n invariablemente levantaba la punta de la lengua... pues a Allen le gustaban las putas sucias, crakeras también ya que ese cotorreo le estimulaba terríblemente el líbido: bazuquear y coger, mamar y bazuquear, bazuquear y ser mamado. Tenía una camioneta con caseta. Suntuosa y terriblemente pretensiosa también. Tal vez más folclórica que sus camisetas y sus pantalones vaqueros entallados. Tenía en el vidrio trasero una colección de peculiares calcomanías, todas relacionadas con el hobbie de la pesca: black bass decía una, i would rather to be fishing, decía otra, proud father of a bass champion, and he also runs a company!, rezaba una tercera. Pero las más eran de peces: una tilapia, un fiero salmón, la trucha en su mítico arco fuera del agua. Los rines eran dorados. El vidrio tenía polaizado de espejo. Había luz morada bajo el chasis por las noches, y unos estribos grandes, rudos, para trepar con más facilidad debido a sus limitaciones. Adentro tenía un cristal de purificación oriental colgando en el retrovisor adornado por una calcomanía chiquita de la bandera gringa, y una bola en la palanca de velocidades como las que aquí hay de Jesucristo o del cangrejito de Acapulco, pero la de él de Palo Alto, en Cahleforñea, con el efecto de las madrecitas blancas que flotan cuando se mueve simulando una suave brisna de copos de nieve. Y bajo la palanca, una consola de vinil tinto obscuro, casi tan grande como el tablero y con gabetillas, compartimentos, portabasos y todo tipo de organizadores para prácticamente cualquier cosa, sostenía las dos puertas en las que colgaba el odorizante debainillo catrín, que delataba a Allen quien inconsientemente sacaba a relucir el cobre. Y esque sólo los taxistas y los camioneros, ambos hijos del pueblo y de las clases populares, tienen odorisantes del bainillo catrín o de la chica fresa. 

 Este payaso importado sin la más mínima identidad o sentido del arraigo podría haber sido soportable de no ser por lo que le hizo a Oso. A nuestro Oso. Porque ya con el tiempo, ya cuando uno habla de esas cosas, nos damos cuenta de que en verdad siempre fue parte de nosotros. Que su presencia le ponía un toque especial a las noches de ritmos tropicosos. Que era parte de nosotros hasta esa noche, que era como cualquier otra, pero que le rompió su madre al Oso. 

Él y Allen se encontraron en la mesa de siempre. El enano tomó bacardí y Oso como siempre tomó vodka mexicano. A Allen siempre le gustaba marcar una diferencia. Tal vez fuera por compensar diferencias más evidentes que le habían marcado en lo más profundo de su alma. Ese día había sido especialmente duro para Oso, estaba triste, débil, frágil, se había puesto a llorar y de plano se sacaba la máscara de vez en cuando porque entre los mocos acuosos y el mar de sus lágrimas, en momentos sentía asfixiarse. Se sentá tembloroso, como aquel día que el narquillo lo amenazó de muerte y lo obligó a que se quitara su máscara de oso para que le besara la mugrita entre los dedos del pie. Oso tenía la necesidad de ser escuchado, se sentía muy solo. Eso lo hizo más vulnerable a la mierda del enano tal vez. Esa noche Allen había llevado a dos putas también viciosas, así que al verlo tan triste se las presentó al Oso que ya que había acabado con la caja semanal de ocho botellas de vodka mexicano y que ahora tomaba a pico de botella ron bacardí blanco. Lo vio tan ebrio que le invitó a ir a su camioneta, a relajarse.., con las chicas, claro. - If yuhaf de mony, yuhaf de hony-, dijo en el más burdo y estúpido de los intentos por parexer de mundo, y entonces soltó una carcajada asquerosa dejando al descubierto su dentadura postiza. 

Las muchachas ayudaron a que Oso se levantara de su lugar y caminara hasta que se subieron los cuatro a la camioneta. En su consola gigantesca Allen guardaba toda su parafernalia para la heroína. Decía arrogante que esa era una droga con estilo, y la verdad esque la frase la había escuchado por mera coincidencia del destino en una película, pero se sintió tan identificado que desde entonces la había incorporado como una idea rectora de su propia percepción. Ahí guardaba la jeringa de cristal y las agujas. Oso estaba muy borracho. Y muy triste. Nunca se había picado. Las chicas sacaron unas piedritas de base envueltas en plastico de bolsa de Gigante y comenzaron a fumar en una antena de coche. Ellas aún conservaban sus dentaduras originales, pero eran amarillas, y sus bocas estaban arrugadas de tanto quemarlas con la puta antena de carro. Mientras Allen preparaba… un chot, decía ufano sin poder evitar que se le hinchara el malformado pechito lampiño que dejaba ver con su camisa desabotonada hasta el plexo solar. Escuchaban a Selena y Allen decía que ella era grande, que dios la tuviera en su santa gloria y que ese infeliz aborto de yolanda saldivar ojalá perdiera la salvación eterna por habérnosla quitado de este mundo. 

No hubo más preambulo. Allen primero inyectó a una de las chicas en el brazo. Luego a la otra. En el brazo también. Ambas se desvanecieron. Tal vez haya sido la mezcla con el alcohol o talvez alguna otra mierda, la debilidad por no comer o por haber estado chemeando todo el día. Oso no lo pensó mucho. Se levantó su piel de peluche barato, mugroso y con quemaduras de cigarro. Se dejó amarrar un hule amarillento y resquebrajado. Se dejó inyectar. Y en realidad el vicio pues no fue lo peor... total, a fin de cuentas los viciosos aprender a vivir con sus necesidades, y a final de cuentas todos somos viciosos. El problema fueron las putas de Allen. Ambas eran portadoras del VIH y lo sabían, y no les importó. Las dos tenían evidentes marcas en todo el cuerpo. Pero a cambio de amor podían obtener lo que ellas necesitaban. Y alguien como Allen las necesitaba también para poder sostener la imagen que tenía de sí. La que se inyectó con la misma jeringa con la que después inyectaron al Oso es portadora, pero no se le desarrolla el virus. Putas corriosas... sin embargo el Oso fue presa fácil, carne blanda. Sentimental, frágil, pronto perdió las defensas. Lo mató una pulmonía. 

El día de su velorio estuvimos ahí todos presentes, los viejos bailadores del salón y las ficheras, el vendedor del vodka mexicano, el pequeño insensible y su madre fácil, los proveedores del vodka, el enano y el padrote. Entonces, cuando iban ya bajando el ataud con la máscara de oso colocada encima, yo le tapé los ojos al pequeño... total, no había ninguna necesidad de que viera el espectáculo.

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