Un jardín para la parte trasera de la cabeza de cualquier joven con inquietudes (cuento)

La imagen de los jardines siempre me ha traído a la memoria los pasajes húmedos de mi vida... los de menos claridad y los que me he reinventado para no pasar nuevamente por ellos tal y como en realidad fueron. Como en esa obscuridad espesa en la que he construido mis propios recuerdos. Un jardín entre lozas enlamadas y ladrillos metálicos infranqueables; y el poder de decidir quién entra en este lugar... solo eso tengo, la capacidad de decidir sobre mi jardín, mi mundito feliz y secreto que aunque las más de las veces es como un laberinto en el que se pierde la identidad, retorcido en fondo más que en forma, es el único lugar en el que puedo estar a salvo. Es un jardín extenso, imposible de abarcar con la vista que transcurre en un solo tiempo. Y entonces puedo treparme a las puntas de los árboles de follaje azul aunque en realidad nunca haya sido bueno para trepar: tantas geografías como edades que desde pequeño quise marcar en periodos, separadas por acontecimientos y condiciones. Gente de otros planetas baja aquí desde entonces y siempre, para proyectar sus historias sobre paredes calcinas con huesos humanos enterrados... he pensado que tal vez yo mismo podría ser uno de los vampiros tontos que quedaron atrapados en ellos mismos y que se alimenta de los demás para prolongar una existencia que no existe, para ratificar una naturaleza depredadora más que violenta, y es que todos nacemos con alguna predisposición y una cruz... y la mía es la autodestrucción, porque el mundo y mi jardín están sucios nuevamente. Se asoma y me habla del frío de la navaja... verdaderamente seductora. Y seductores los árboles de mi jardín. Siempre me llamaron a voces quedas imperceptibles para nadie más. De niño el sexo estaba colgado en cada uno de los árboles: películas pornográficas escondidas en el librero de papá, revistas bajo mi cama y motivos inacabables en los dejaba nacer el retoño de este inocente morbo que ya venía de naturaleza: una maestra agachándose por el gis que había caído de su mano y mostrando el escote de su sostén negro talla treinta y cuatro copa c, unos pezones que siempre quise imaginar rosas y nada del vello púvico que me daba asco. El sexo lo conocí a los cuatro años. Mis vecinitas, más grandes que yo, me enseñaron juegos en los que yo era el papá o el doctor. Mis primeros espacios comunes mientras ellas hacían de mamá o la paciente. Mis primeros roces íntimos con dos niñas en la azotea de unos departamentos clasemedieros con ausencia de vello púbico y las historias de unos abuelos calientes que servían como material de aprendizaje para aquellos infantes degenerados que se escurrían en un mundo tan incomprensible entonces. Y ahora que estos hechos regresan a mi memoria tanto tiempo después, debo confesar que en realidad ni entonces ni ahora comprendo cuál era el sentido final de aquello, un juego en el que no habría podido experimentar ni siquiera una erección. Y desde entonces, tal vez desde mucho antes, mi vida estuvo especialmente marcada por lo prohibido: por lo que no se debe. Arboles prohibidos en mi jardín, elementos vivos que me fueron vedados por motivos tan incomprensibles para un pequeño que aun asistía a preescolar. Ya desde entonces imaginaba que le cortaba el vello vaginal a mi maestra de kinder; a la misma mujer que me enseñó a contar hasta el cien. Aunque seguramente se lo tendría bien merecido por hacerme sufrir de la forma tan insana en la que se deleitaba. Y es que mi eterna obstinación por hacer lo que no se debe me hacía sentir ya desde entonces un placer natural que marcaba mis actos, y en ese entonces hacía lo más malo y feo que un niño de esa edad y condición podía hacer: todos mis diálogos e interacciones con los compañeritos las acompañaba de una sarta impresionante de insultos y palabras altisonantes, humillaciones y burlas, y entonces, sin importarles un pito que fuera el pequeño más inteligente de la clase me amenazaban provocando tanto miedo sicológico como podían. Su sentencia: lavarían mi boca con jabón; y yo aterrado como a quien han arrojado a su propia muerte pedía compasión y juraba nunca más cometer la misma falta y enmendar mi error, porque además tenía todos los argumentos del mundo adulto bien comprendidos y jugaba con sus términos y sus ritos. Y creo que todo esto sirvió de algo, porque nunca sentí el sabor de la sustancia asquerosa y jabonosa quemándome la garganta y las entrañas y los dientes y la lengua, una espuma que seguramente me dejaría mudo como a quien le comían la lengua los ratones por ser malos... y yo entonces todo de negro.

Si hacer lo que no se debe es malo, si creer que no exista algo que deba ser corrompe, entonces soy el mismísimo Satanás, juzgado y condenado, pero en realidad tan inocente y puro como el más bello de los ángeles.

y es que entiéndanme... soy una víctima generacional. Los árboles prohibidos se tornaron cada vez más llamativos y seductores, me salían al encuentro en cada esquina con mi bicicleta entre las piernas. La soledad siempre acompañó a los malos pensamientos. Solo y con la cabeza llena de proyectos para pecar. Solo buscando terrenos baldíos y construcciones sin terminar. Solo atrapando ajolotes y formando mis propios criaderos de sapos. Solo con una máquina del tiempo que me trastornaba y me transformaba llevándome al lado de dragones de cristal y hechiceros obscuros, y todo lo que salía desde entonces de mi jardín así era, con un tono de gris... de apagado. Yo guerrero en corcel de tubo de aluminio contra la obscuridad de un mundo obscurecido, yo mirando atardeceres sobre una central de electricidad que convertía en fortaleza, castillo y pirámide, Mazada armada en lanzas esperando por los romanos, yo contagiado por lo errabundo y estepario como un pequeño lobito de Hesse corriendo por las calles sin cruzar avenidas, yo en mi jardín entre árboles altos y maravillosos, árboles de sexo y cigarros que robaba del cajón de papá, árboles que no debía tocar y de los que nunca más me alejé... ¡por diós! Después vino el árbol de los idiotizantes. Primero el alcohol, cualquier cosa que se pudiera robar de casa; y cuando había dinero, lo más barato que se pudiera comprar clandestinamente en la vinatería sobornando al tendero. Y después el árbol en donde se daba el pelo largo, símbolo de rebeldía y popularidad asegurada entre las niñas que conocía a la salida de una secundaria fascista en donde se promovía la homosexualidad. Un árbol también vedado por mi condición varonil. –y es que entiende, el pelo largo es para las viejas-. Y la puta frase que me era recordada cada mes cuando había que ir al peluquero, y yo aferrado a la idea de una imagen estereotipada pidiendo tan solo un poquito de aceptación. –No me vengas con mamadas, tú eres hombre no payaso. Y yo que quiero ser payaso y nadie me preguntó, tener el pelo largo hasta las nalgas como las marías, largo y descuidado, alborotado y seboso como mariguano, orzueloso y reseco, enmarañado, piojoso, mugroso, pelo de vieja, pelo de verga, pelo de joto ¡tú eres hombre, no un puto, pinche filósofo de cafetín!!

En mis sueños, mi cabellera era como la de una tigresa, mujer fatal de pelos cardados y base permanente, rubio excitante y negro pasional, largo tan largo que la misma Rapunsel y Daniela Romo en sus tiempos de shampoo envidiarían.

Entre los árboles de mi jardín, los que ya estaban y los que yo mismo había plantado, también crecían otros que estaban ahí sin mi permiso, sin que yo los hubiera solicitado y sin mi interés si quiera. Injertados por la fuerza, me crecieron el árbol de un dios que nunca conocí y el árbol de la moral y el de las buenas costumbres, el del comportamiento honorable y el de la rectitud, el de la prohibición y las represalias: uno más fétido que brillaba como un gen eterno de muerte, como una naturaleza obstinada en degenerarse a sí misma... y ahí estábamos todos adentro, metidos en su interior como en el útero de la madre. Fue lo que sembraron todos ustedes padres y maestros, sacerdotes y todo tipo de rectores, gente de la calle que no conozco y mucho menos les interesa conocerme, guías espirituales y más de algún familiar, amigos torcidos, policías y agentes de tránsito corruptos, entrenadores deportivos y guachos y el hijo de puta de tu padre. Todos tan ignorantes y prepotentes pensando en sus ideas como verdades, como la regla universal con la que todo se mide, deshechos acomplejados que nunca pudieron ser. Siempre he querido derribar esos árboles

solo espero encontrar algún día una sierra tan potente

que pueda cortarlos de un tajo

que chapeé todo de sangre y esparza trozos de su carne en todas direcciones.

Que todo me huela a su muerte.

Y entonces conocí el árbol de la mariguana, hermoso y fecundo aliento de los dioses, divino calmante que me ayuda a vivir. Porque mi encuentro con el cáñamo de la india fue determinante, fue esa otra parte que me habita y que había encontrado una ventana. El pase inmediato para los más divertidos juegos neuronales dando vueltas por horas y horas a las mismas ideas: entretenimiento en vidas paralelas refrescantes. El árbol paradisiaco fue la entrada a un extenso valle de lágrimas inmisericordes en donde se involucrarían también un popote y un papelito doblado en la cajetilla de cigarros, focos y pipas de vidrio, niños de la lluvia crecidos sobre mierda de baca, medicamento siquiátrico, efexor, tafil y tegretol, valium del cajón de mamá, ácidos en gota y en papel, éxtasis, más pastillas, codeína y metadona por influencia publicitaria, finalmente el arpón. Intravenous illuminae. Todos excitantes recluidos y presentes solo en terrenos baldíos como éste en el que vivo, solares baldíos de amor, y al que he convertido en mi jardín. Porque sólo aquí se permite compensar así las carencias de todos sus jardines, en las partes traseras o delanteras de sus seguros y cómodos hogares. Tan tristes y decentes, otras rodeadas por uno completamente aburrido y plano, absurdo y antipático y asco, asco, mil veces asco. Un negro francés diciendo: son la peor raza. Mi vida está minimizada a mierda para abonar sus jardines. Yo los riego y los cuido, les meto cizaña. Vuelo por las noches y entro en sus habitaciones, lamo los cuerpos de sus hijas y eyaculo sobre sus paredes pintando blasfemias con mierda.

¡Aahi páramo desolado!

Me fuiste confinado para habitarte y es por eso que cuando todo se acumula vuelvo aquí, escapo a las partes más escondidas de mi jardín en donde ya no hay más árboles,

ni buenos ni malos

ni inductivos ni deductivos,

ni progresistas ni retrógradas,

ni rebeldes, ni sumisos...

en los rincones de mi jardín el cielo ya no existe se muere y se derrama lejos.

Todo es nada y a fin de cuentas, un invento del cual cada uno saca sus propias conclusiones, una mala puesta en escena que llegamos a encarnar con tal fulgor, para dar sentido a estas pobres, risibles... existencias.

Cómodamente puedo aquí acurrucarme en un lecho de yerba fresca y olorosa. Grito y no hay sonido. No hay nada nuevamente. Una noche azul y plana cubre ese espacio, sola, porque sólo existe la verdadera belleza, pura y total en lo desquiciante del vacío y su caos. Sólo estoy solo y no hay nadie que pueda penetrar hasta aquí. Ese es mi poder y lo voy a seguir ejerciendo para defenderme de los gusanos una vez más, cuando sea cadáver putrefacto y quieran devorarme. Los voy a maldecir y voy a seguir huyendo de ellos para regresar aquí, en donde nadie más tiene cabida: yo.

Cómodamente puedo aquí aislarme y respirar. Profundamente. Una dos tres cuatro cinco veces, cinco respiraciones para llenarme de valor y enfrentar la vida plenamente, con la vista siempre de frente.

Uno

dos

tres

cuatro

cinco!

Cinco dedos en la mano.

Cinco dedos para asirme con fuerza al mundo......

y vivirlo a fondo, con todo, absolutamente entregado a la experiencia de existir.


¿Cinco? 




¡ CUATRO !


R

 O


cuatro dedos en la mano.

-

el quinto dedo está tirado ahora en el piso sobre un basto charco de sangre negra

-

el quinto dedo sin el cual he perdido mi capacidad prensil

-

el quinto dedo que ahora no tengo y cuya herida me vacía...

tal como tú y el escenario que nos rodea.





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