Paredes y Pantallas como lienzos

(Publicado en Revista Mátika No. 7 / www.matikarevita.com)
Guadalajara, Tijuana, Los Angeles, Vancouver y Barcelona


En el 2005 un reconocido teórico de la universidad de Chicago, Thomas P. Hughes, publica un libro sobre la historia de las aplicaciones pragmáticas del conocimiento científico1, en el que refiere que la tecnología no tiene que ver tanto con desarrollar artefactos, sino con modificar de manera creativa y novedosa, los actos que la gente realiza para relacionarse con su entorno y transformarlo.
En los inicios del nuevo siglo en donde ni el conocimiento ni el arte son propiedad exclusiva de grupos privilegiados, nuestros sentidos de vida se construyen en realidades alternas con novedosas formas de interacción y de creación de la colectividad, soportadas por plataformas tecnológicas que nos impulsan sobre un revolucionario trampolín al que jamás se había confrontado el ser humano, en donde la simbiosis entre tecnología y vida cotidiana es cada vez más sólida y evidente, creando expresiones artísticas que modifican no sólo la estética, sino la comprensión del entorno y la manera en que los actores sociales se relacionan con él.

La manifestación más evidente de que la tecnología soporta las expresiones artísticas de los contextos urbanos para favorecer la deconstrucción y reinterpretación estética de estos espacios colectivos, es una relación que mucho más allá de establecer vínculos de “uso”, incorpora sus códigos de “operatividad”. Las maneras de relacionarse en los pequeños espacios tecnológicos de la vida cotidiana (cybercafes o la compu armada en la sala del cantón), se reproducen en la calle a sólo unos pasos, operando en ella como en un sistema al que han desarrollado la capacidad de vigilar, burlar y reconfigurar.
Las últimas generaciones de 15 años para acá han venido reinterpretando de forma creativa, a través de expresiones sensibles y propias de su momento, los códigos bajo los que se relacionan con su entorno, haciendo de la tecnología no sólo la plataforma para hacer circular el arte de las calles, sino la encarnación misma de una labor de “desestabilización” y modificación de los sistemas estéticos pero también colectivos de las urbes, que debaten cuestiones sustanciales de su funcionalidad como la apropiación o el uso del espacio público.

Un lenguaje para las calles del mundo.
Hace ya más de quince años, cuando comenzaban a aparecer las primeras placas en la ciudad, encontraba en ellas una expresión sensible, elaborada y muy atractiva, llena de esos trazos libres y equilibrados que me hacían experimentar el gusto que se siente frente a las cosas bellas. Con los años, esta sensibilidad me creció cuando me di cuenta por películas y revistas que las placas del barrio de Santa Tere, las de las fabelas en Brasil, las de Alvarado Street en California, las de las cités en Francia y las de las calles del ghetto sudafricano por mencionar cualquier lugar del mundo, eran técnicamente las mismas: compartían un mismo código que sólo sus hacedores entendían, echo de trazos similares, a pesar de que sus lenguas o culturas no lo fueran; sus técnicas eran muy parecidas, mientras que su temática y sus caligrafías desarrollaban las mismas mañas al tiempo que generaban sus especializaciones, incorporando elementos de las culturas locales, y creando así una especie de esperanto2 universal que compartían en lo que hasta entonces entendí, significaba ese término de la “aldea global”.

Era una perfecta metáfora para comprender todo lo que esto significaba: se trataba de personalizar a través de hacerse presentes en los muros de la ciudad, a una estructura que en sí misma era despersonalizadora, gris y de producto en serie, marcando de esta forma en todo el planeta una pequeña herida que le diera la identidad que los actores sociales, con premisas y filosofías diversas, coincidían en querer adjudicarle como una manera de reivindicar a los sectores que de alguna forma en todo el orbe, estaban siendo relegados sitemáticamente. Al principio quienes plaqueaban eran los disidentes, los activistas, los homosexuales, los punks y los miembros de cualquier otro movimiento libertario, y ya después, mucho tiempo después, lo hicieron todos los adolescentes que no eran ninguna de estas cosas pero que finalmente experimentaban las mismas reacciones frente a contextos tan similares.

Las placas por un lado, eran expresiones “artísticas” con todas las de la ley si consideramos que éstas son, en el principio de su definición, una expresión abstracta de la cultura que busca imitar la realidad, no necesariamente en concordancia con la cultura homogénea que oficializa todo lo demás. Por otro lado, representaban una denuncia contra valores tan modernos como los de apropiarse impunemente de los espacios cuya naturaleza es evidentemente pública (y esto se lo debería decir alguien al candidatito ese de la FEG que borra piezas de arte urbano por poner sus panfletos electorales), o estar tan encima de todo y todos, como para dictaminar qué es lo bonito y qué es una travesura… qué pared se pinta y cuál no.

Su desafío pretendía otorgar una personalidad a los espacios que consideraban “de todos”, por medio de una punzada no muy dolorosa pero si incómoda, que expresaba la necesidad tan similar de hacerse escuchar por un mundo que se obstinaba en silenciar.

La revolución de los niños.
Hace quince años cuando comenzaron a aparecer las primeras placas, no podía comprender cómo era posible que una expresión tan marginal, tan de la calle y tan corriente según la censura de mi mamá, estableciera esas complejas redes no sólo de información sino también de organización y acción directa, que a esa edad a mi sólo se me ocurrían como místicas o telequinéticas… simplemente no podía entender cómo era posible que todas las calles del planeta estuvieran sudando la misma tina.

Las compus llegaron con algunos años de retraso a Guadalajara. Entonces no teníamos la capacidad de ver la relación que establecería todo este movimiento de tomar las calles y hacer arte en sus paredes, con la tecnología que cada día se instauraba más en la vida de las clases medias primero, de las masas después. Eso me lo enseñó un camarada que había leído este artículo de wired en donde hablaban sobre los chicos a quienes ahora les tocaba el turno de hacer su revolución. Así como a las mujeres, a los indios, a los negros, a los homosexuales y a cualquier otra minoría les había llegado a lo largo del siglo pasado su momento de reivindicarse frente a una sociedad necesariamente cada vez más inclusiva, así ahora los adolescentes, el último grupo marginal, tenía su oportunidad para hacerse escuchar. A través de las plataformas tecnológicas, morros de 16 rompían los códigos de seguridad del pentágono y del federal bureau of investigation, desestabilizaban los mercados bursátiles y las plataformas financieras del mundo, creaban empresas fantasmas, cometían fraudes millonarios y todo, con la misma sencillez pero entrega obsesiva con la que compartían videojuegos, pornografía y muchos de ellos, hacían sus trazos frente al ordenador.

Así también en las pequeñas y pretenciosas ciudades del tercer mundo, y de todo el mundo, primero con correos electrónicos y luego ya con sitios webs, blogs, comunidades virtuales y sistemas de mensajería instantáneos, los muchachos se daban cuenta del movimiento de arte en las calles que ebullía en todo el planeta y se sumaban a él, tomando referencias, desarrollando su propia cultura y retroalimentando ese mismo espacio “virtual” que era en donde la revolución de las calles, en verdad se estaba gestando.

Al igual que penetraban los redes computacionales y establecían nuevos órdenes, de la misma manera lo estaban haciéndolo con las calles. “Las ciudades eran el sistema, el código estaba formado por paredes, vías de circulación, coches, edificios, tráfico, policías, gente… y los artistas urbanos por medio de su trabajo estaban ofreciendo un alterado de este contexto: una versión actualizada de la ciudad, del sistema”.

Aquí estaba la respuesta: esta era la manera en que se enteraban los muchachos de todo el mundo de lo que estaban haciendo los muchachos del resto del mundo. Compartían su trabajo, sus experiencias, y hasta sus vidas. Y todo estaba en la red.

Lo que comenzó con una placa.
Hace quince años cuando comenzaron a surgir las primeras rayas, la emoción y la forma de vida implícitas en su realización motivaron a los chicos que las hicieron aparecer en paredes de edificios, bardas abandonadas, anuncios espectaculares, monumentos, bancos, casas, señalamientos viales y lugares cada vez más impensados. Pero a pesar de que eran obras de la tecnología las que conectaban a esta gran tribu mediática y le daban su carácter global como expresión artística, todavía no quedaba del todo clara la relación de arte de las calles y la evolución de las aplicaciones pragmáticas del conocimiento científico.

A pesar de ello el mundo seguía su ritmo y los muchachos que rayaban paredes crecieron; algunos de ellos se hicieron artistas o fueron a la universidad: se convirtieron en diseñadores, creadores plásticos, arquitectos o pintores. Fue así como llevaron las raíces de su trabajo más allá, ya fuera legal o ilegalmente, y enriquecieron, a su vez enriquecidos por el fuerte movimiento a nivel mundial que cada día derribaba más fronteras, la escena local. En nuestra ciudad hay muchos ejemplos de estos. Evolucionaron su técnica y la llevaron al grafiti, los pósters, la placa, el mural, el sticker, los sténciles, la instalación y el arte objeto. A una plataforma de expresión sólida que se convertía en un pulso tangible de la actividad creativa en las ciudades, y de su capacidad para modificar el espacio.

Frente a escenarios en donde la única constante es el cambio, en donde la transformación es lo único que mantiene vivos y vibrantes estos espacios para sus habitantes, el arte da paso a lo fortuito: la ciudad impersonal se convierte en un espacio que se puede adecuar a la estética que genera su propio contexto, identificándose con el paisaje cotidiano e incorporándose con gran naturalidad a las calles las cuales utiliza como su gran bastidor, y a sus eventos y desórdenes como fuente de inspiración.

Con la intención ya anunciada por los teóricos y críticos postmodernos de sacar el arte de los museos y regresarlo a su lugar de origen, esto es, a las calles, los nuevos artistas han seguido replanteando día con día la estética urbana y el acceso público a las manifestaciones creativas. Su trabajo está mostrando una tendencia: las interfaces tienden a desaparecer. Interface es todo lo que nos conecta al universo virtual. En última instancia el cuerpo humano se está convirtiendo en la interfase para que las calles y las rutas de la web, enseñen los mismos trazos y colores. Finalmente no es algo nuestro, tiene que ver con las pantallas y paredes como lienzos de un momento que cada día se replantea y transforma, mezclando los mundos de la realidad como la conocemos hasta el día de hoy, y el surgimiento de un nuevo universo al que bien podríamos migrar, de las calles, al espacio virtual soportado por la tecnología.

* pubicado por revista mátika, no. 7 (http://www.matikarevista.com/)

* todos los trabajos presentados fueron tomados en el andador escorza de guadalajara, y hoy, ya no existen.

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1 Human-Built World: How to think about technology and culture. University of Chicago Press, 2005
2 El “esperanto” es una lengua que en algún momento del siglo XX se presentó como un proyecto que tenía el sueño de unificar bajo un mismo lenguaje, a toda la humanidad.

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